domingo, 8 de mayo de 2011

When the truth is... I miss you.

Sibyl acababa de escribir una carta con tinta negra. El borde del papel se había doblado mientras ella corregía sus frases. Pensaba cada palabra, queriendo que dijeran más de lo que parecía, que fuera sutil pero a la vez un mensaje fácil de identificar, inequívoco. Borraba, tachaba reescribía hasta que pensó que quizá debería pensar antes de escribir. Pasaron varios minutos, el silencio de la habitación la sacaba de quicio y comenzó a darse golpecitos en la frente con la yema de los dedos, de forma rápida y constante, casi automática. Observado desde fuera es de suponer que la solución al silencio era terriblemente peor que la enfermedad.
Tras un suspiro, los dedos de Sibyl pasaron a tener otra función, y sostenían la carta frente a sus ojos tratando de encontrar sus palabras. Escribió, tachó, y de nuevo el papel estaba doblado, pero esta vez no cogió uno nuevo, tomó el bolígrafo y finalizó.
La nueva carta solo contenía cuatro palabras, y Sibyl no sabía lo que quería decir con ellas, pero era lo único que se cruzaba por su mente. Lo único que de verdad pensaba, sin artificios literarios ni segundas intenciones. Te echo de menos.
Selló la carta y bajó las escaleras, encaminada hacia algún buzón. Encontró por el camino al conserje con un par de muchachos apoyados en un armario gigantesco. Uno de ellos se limpiaba la frente, mientras los demás se pasaban pedazos de pan unos a otros. Saludó con los ojos y continuó su camino.
En su cabeza figuraban millones de cartas selladas, cada una con una letra y dibujo distinto, miles de respuestas a su carta sencilla y simple. Cartas inmerecidas, que amontonaría jurando que no las desea leer. Centenares de palabras que alguien tatuaría en un papel, creando frases especiales y fantásticas y por supuesto, sencillamente imaginarias. Sibyl envió la carta con el destinatario escrito en mayúsculas negras, pero no había remitente.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Noche y calor.

-No eres de por aquí, ¿verdad? -el hombre habló en el idioma de Sibyl, por lo que ella consideró obvia la respuesta. A pesar de todo, rspondió.
-No. Llegué hace unos días a la ciudad.
-Ah... Me llamo Alfred. Dentro de media hora la plaza se llenará de gente que montará un pequeño mercado. No creo que te gustase visitarlo a esta hora, y desde luego a los mercaderes no les gustará tu presencia.
-No me voy a ir por eso. Suena interesante, pero muchas gracias.
-Oh, no hace falta que estés ahora. Vuelve en unas horas, cuando todo esté listo. Claro que puedes hacer lo que quieras, ni siquiera sé tu nombre. Pero es un buen consejo, yo lo tomaría. Ahora, me voy a trabajar. -El hombre hablaba a una velocidad de vertigo. Si de Sibyl hubiera dependido un análisis psiquiátrico, habría dictaminado que aquel señor padecía de hiperactividad y probablemente paranoia.
-Esto... Gracias.
-No, no las des. Lo hago por mí, para sentir que hago algo bueno. Nos vemos.

Aquella ciudad estaba llena de gente que adoraba a los desconocidos, pensó Sibyl. No quería, pero hizo caso al hombre de las canas y el paso ligero, y se fue de la plaza.

Paseó por la ciudad media noche, y cuando había perdido la capacidad de deducir cuánto tiempo la separaba del amanecer, encontró lo que andaba buscando.
Dos farolas discutiendo, en un silencio extraño. Dos farolas que la estaban esperando, porque ella había prometido un nombre. Les había prometido ser un recuerdo.
Se acercó lentamente. Sonreía. Si alguien hubiera estado allí para verla sonreír, se habría quedado horas. Incluso años. Si alguien que se asemejara en algo a Sibyl la hubiera visto sonreír se habría enamorado de ella en aquel momento. Del mismo modo que nos enamoramos de una noche estrellada, o de un recuerdo que estremece.
Brillaban con un tono azulado. Todas las demás farolas lo hacían con un color amarillento, pero éstas no. No era nada, se decía Sibyl, pero lo cierto era que tenían algo que la hacía sentir tranquila. Completamente en paz.
Se sentó en el suelo y apoyó la cabeza en una de ellas. Suspiró y se dio cuenta de que estaba realmente cansada. Cayeron en un instante sobre ella todas las horas que le faltaban por dormir, pero a pesar de eso, se resistió a volver al hotel. Sacó de su bolso un reloj que servía de despertador. Eran las cuatro de la madrugada, y puso la alarma a las cinco y media. Se abrochó la chaqueta y se tumbó en el suelo, acurrucada cerca de su farola. Durmió.
A las cinco y media de la mañana, abrió los ojos, y un minuto más tarde sonó su reloj. Ya, ya lo sé-pensó. Sibyl se incorporó lentamente.
Cuando estaba sentada, a medio camino de ponerse de pie, se dio cuenta de que una manta la cubría. No era suya. Reflexionó, por si acaso… No, no era suya aquella manta, y ella no se había cubierto con ella.
Sin saber por qué, la olió. Tenía un aroma dulce y hogareño. Frunció el ceño, a su pesar. Aún sin comprender, guardó la manta en su bolso y se puso de pie, camino del hotel. Echó un último vistazo a las farolas y sentenció: “Calor. Ahora sois Calor.”
Y lo fueron, al menos para ella, durante mucho tiempo. Calor, tranquilidad, eran un pequeño refugio. Eran algo parecido a un hogar. Lo más parecido que Sibyl tenía, y le gustaba. Aquel lugar no era sólo suyo, pensó. Y como respuesta, un hombre sonriente y con los ojos aún durmiendo apareció en la calle, con un bolso enorme lleno de cartas. Miró a Sibyl con curiosidad, saludó, y continuó su camino hacia Calor. Dobló la esquina que terminaba la calle y Sibyl le perdió de vista. Cuando no le quedó nada que hacer allí, emprendió de nuevo su camino hacia el hotel.
Cruzó las puertas y lo primero que vio fue un enorme armario en el recibidor del hotel. Echó un vistazo alrededor y encontró al recepcionista apoyado en el nuevo mueble, con las mejillas completamente rojas y los brazos colgando.
-Buenos días –saludó Sibyl. El hombre contestó con un leve movimiento de cabeza.- ¿Qué hace un armario aquí… tan temprano?- continuó ella. Esperó unos minutos y por fin halló respuesta.
-Lo han traído hace media hora, es para la habitación del primer piso, la grande. Una señora vive ahí desde hace dos años y se le antojó un armario más grande. Yo soy el encargado de llevarlo, y en lo que va de mañana sólo he conseguido alejarlo de la puerta.
-Vaya. –Sibyl suspiró. –Es lo más largo que le he oído decir.
-Eh… ¿Gracias?
-Oh, disculpe. ¿Quiere ayuda para mover el armario?
-No creo que entre los dos mejore mucho las situación, pero gracias señorita. Las llaves de su habitación están en la cajita del mostrador, si no le importa…
-Claro, yo las cogeré. Suerte.
-Sí… Gracias.

lunes, 8 de junio de 2009

Tarde, pero vuelve.

Tumbada en la cama del hotel sin sábanas, esperó a que anocheciera. Estaba a miles de kilómetros de cualquier cosa que conociera, en una especie de huída, y ahora que había cometido la locura que deseaba, no sabía qué hacer.
Pasó horas mirando al techo, sin pensar. Hasta que recordó la promesa que se había hecho frente a las farolas, y se levantó lentamente hacia su nuevo objetivo. Al salir del hotel despidió inútilmente al conserje que se había quedado dormido sobre un libro de cuentas.
Eran las tres de lamadrugada y por un momento el sentido común se acercó a Sibyl. ¿Qué clase de personas iba a encontrar en la calle a esas horas?
Calmó esta idea pensando que si ella había salido, lo más probable es que se encontrara personas que se le parecieran. Los prejuicios han nublado la lógica del ser humano, pensó. Así que, con la mente tranquila, no dudó en alejarse del hotel.
Llevaba algo de dinero y tenía energía suficiente ya que apenas se había movido en todo el día. Viajar no la cansaba, pues siempre lo hacía sentada. De modo que tenía dinero y algo de energía, y sobre todo, tenía tiempo.
Se hallaba atravesando una calle antigua que terminaba en una pequeña plaza. todos los edificios que cercaban la plaza eran pequeñas construcciones que, por lo que Sibyl dedujo, eran viviendas. En uno de los edificios, el más alto, pudo observar un letrero desgastado. El alemán de Sibyl era algo rudimentario, así que algunas palabras se le escapaban. Sacó un diccionario básico de bolsillo y entendió que aquel lugar había sido un Oficina de recepción y envío de correspondencia. Probablemente la traducción fuera algo mucho más simple, pero en aquel momento "oficina de correos" no había pasado por su mente. En cualquier caso, el sentido era el mismo.
Las persianas de ese edificio estaban bajadas, y a juzgar por el desgaste del letrero, Sibyl supuso que hacía ya tiempo que había dejado de ser la oficina de correspondencia. Pero, sin embargo, el deterioro de aquella construcción debería ser mayor. Persianas caídas, cristales rotos... Eso sería mucho más lógico. Pero sin embargo, los cristales estaban en perfecto estado (aunque dos de ellos tenían un tono amarillento que los otros no tenían) y las persianas no dejaban entrever nada del interior. Ni una grieta. Sibyl pensó que el ayuntamiento habría destinado el edificio a alguna otra función, o quizá hubieran sido los vecinos los que consideraron que les podría ser útil.
Un ruido salió de una de las viviendas, Sibyl se giró y, al descubrir una ventana iluminada en el primer piso, localizó el lugar del que provenía.
Volvió a sonar, y era algo parecido a un golpe metálico, muy suave. Pasaron unos minutos y la luz de aquella ventana se apagó. Segundos después, un hombre abrió la puerta del portal. Tuvo que hacer un gran esfuerzo ya que las bisagras de la puerta estaban oxidadas, y el hombre parecia no querer hacer ruido.
Estaba tan centrado en su misión que no se percató de la presencia de Sibyl en el centro de la plaza hasta que pasó a medio metro de ella.
Saltó hacia atrás, sobresaltado. Un segundo después, dio las buenas noches, y continuó su camino.
Sibyl había contestado a la despedida del hombre con un ligero movimiento de cabeza, y contó sus pasos alejarse de la plaza. A los veintiséis paró de contar. El hombre había parado y Sibyl aún alcanzaba a verle. Para su sorpresa, aquel desconocido volvió sobre sus pasos, acercándose a ella.

domingo, 7 de junio de 2009

Dead on arrival.

Aquel era un lugar que no conocía y no quería conocer. Paseó por las calles de la ciudad en busca del pequeño hotel. Lo encontró a la vez que una familia adinerada de acento francés que atravesaba las puertas. A Sibyl le pareció que la comparación sería horrorosa, así que esperó antes de entrar, hasta que se difuminara el aroma a comodidad que destilaba aquella familia. En ese rato paseó alrededor del hotel y guardó cada detalle. Dos farolas estaban fundidas, una enfrente de la otra, y una pequeña bombilla que apenas encajaba sustituía la luz que faltaba de las farolas. Sibyl se propuso volver allí por la noche y contemplar aquel espectáculo en funcionamiento. De día, todo lo que podía hacer era imaginar el funcionamiento y significado del conjunto de aparatos.
En una de sus vueltas se encontró de nuevo frente a las puertas del hotel, y esta vez entró. Saludó cordialmente a un pequeño conserje que asomaba tímidamente entre una pila de papeles y un armario de llaves. Éste le devolvió el saludo, y le preguntó por su nombre y reserva, Sibyl contestó y negó la ayuda del conserje para llevar su equipaje. Su habitación estaba en la tercera planta, y para llegar a ella utilizó el ascensor, cuyos engranajes sonaban acatarrados, y el papel de las paredes se empezaba a despegar. Una bombilla se mecía en el techo del ascensor mientras se elevaba. Al llegar al tercero, Sibyl salió con cuidado, temiendo que al bajarse las piezas que formaban el pequeño habitáculo se separaran y cayeran hacia el sótano, haciendo que se quebrase aquella bombilla a la que deseaba poner un nombre. Encontró su habitación al final del pasillo. Era pequeña, pero estaba bien iluminada. Una nota pedía disculpas porque en el baño sólo había dos toallas. A Sibyl le pareció una disculpa estúpida, pues no necesitaba más. Viajo sola, contestó a la nota.
Yo viajo sola.

domingo, 1 de marzo de 2009

Fin de trayecto.

A varias horas de terminar el viaje, habiendo acabado todas las trivialidades de las que conversar, y sin necesidad de horas de sueño, Sibyl se propuso crear un plan de futuro.
Nunca creyó en los planes, porque nunca se los tomó en serio. Los creaba, pero ni siquiera se proponía seguirlos.
Intentar cambiar el mundo sería demasiado complicado, y sólo el hecho de mejorar su vida le parecía imposible de alcanzar. Pero ella no se compadecía nunca, centraba todo lo que sentía en los demás. Estaba enfadada, cansada, y sin ganas de remediar ninguna de esas dos cosas.
Dos horas atrás, el hombre que se había sentado a su lado al principio, había cambiado su asiento por otro varias filas más alante, y ahora un nuevo pasajero ocupaba ese sitio. Un muchacho algo más joven que Sibyl, de ojos claros y pequeños, pelo castaño y dientes insultantemente limpios. Se acercó, dejando a un lado la maleta de Sibyl cuidadosamente.
-Hola -sonrió amistosamente.
-Hola -contestó Sibyl.
-¿Vas a Berlín? -preguntó.
-Eso creo -bostezó-. Imagino que tú también. ¿Puedo preguntar el motivo?
-Negocios -contestó, sin más.
-No sé por qué no me esperaba ese tipo de respuesta de alguien con...¿diecisiete años?
-Dieciocho recién cumplidos -sonrió, visiblemente orgulloso.
-Y... ¿qué clase de negocios?
-Familiares. Mi padre tiene un cliente allí, y quiere que me ponga en contacto con él personalmente.
-Vaya... Considero que los trabajos en los que se viaja son como un premio de lotería.
-Algo así -rió el muchacho-. Me llamo Eric.
Sybil suspiró exasperada, dejando escapar un pequeño gemido. «¿Te ha preguntado alguien, chavalote?»
-Sibyl -concedió.
-Ha sido un placer, Sibyl. -asintió Eric-. Nos veremos -añadió, levantándose con una sonrisa.
-Adiós -espetó ella.

Das el nombre y recibes a cambio una depedida. Bien.
Quedaban cuatro horas y nada que hacer, así que se acomodó y se quedó dormida.
La despertó un pitido leve que indicaba que habían llegado. Al fin. Recogió sus cosas y bajó del tren, respirando el nuevo aire, la nueva gente, sus nuevas sonrisas. Tardaría en encontrar alguna que recordar pero, aún así... Berlín sería su nuevo plan de futuro.

Tomó sus ideas y continuó avanzando por la estación, sintiéndose afortunada de no tener que encontrarse allí con nadie. Nadie que la abrazara, nadie que se ofreciera a llevar su equipaje, y nadie que la dijera lo mucho que había cambiado, o lo mucho que la había extrañado. Esa era una escena demasiado típica, y no la necesitaba. Sibyl se necesitaba a ella misma, como mucho, necesitaba conversación, pero no a otra persona. Nunca más.
Al salir de la estación, paró. Mientras esperaba un taxi buscó en un mapa de la ciudad un lugar en el que hospedarse, y encontró un pequeño hotel en la otra punta. Cuando devolvió el mapa a su bolso, se percató de que allí faltaba su pequeña caja de joyas. Pero ¿cómo había podido desaparecer? Hizo un pequeño repaso a su viaje en el tren y...

Ese Eric iba a tener que vérselas con ella.

jueves, 19 de febrero de 2009

Las calles me aprietan.

Era el momento de comenzar un viaje. No tenía claro el destino, pero aún así decidió ir a la estación de trenes antes incluso de que amaneciera. Pasaron dos horas y sólo cuatro trenes, ninguno llevaba un destino atractivo para Sibyl.
Se acercó a un casillero, tomó aire. Preguntó por las próximas salidas, y acabó decidiéndose por Berlin, era el viaje más largo y podría tomar el tren en cuarenta y cinco minutos. Cuando hubo abonado el precio del billete, se acomodó en un pequeño banco, cerca de las vías.
Durante la espera pensó en todo lo que llevaba en su maleta; fotografías, apuntes, un viejo revólver que dudaba que funcionase, algo de ropa y dinero. Se paró, por primera vez, a reflexionar sobre la lógica de su idea, y de si llegaría a algún lugar con esa maleta.
Empezó a plantearse si su huída estaba bien... comenzó a dudar, y entonces, el sonido del tren paró sus pensamientos.
Subió, y junto a ella un señor de unos cincuenta años, que contemplaba las farolas, aún encendidas. Eran las nueve de la mañana, pero la niebla impedía ver algo a más de dos metros.
-Buenos días, caballero -saludó Sibyl, tras quince minutos de viaje, soberbiamente aburrida.
-Buenas días, joven -respondió el hombre. -¿Qué le lleva a Berlín?
-Aún estoy pensándolo.
-Debería comenzar la conversación conociéndo su nombre.
-O quizá no. No espero volver a encontrale, Berlín es una ciudad muy grande y no creo que pase mucho tiempo allí, y además, no sé si necesite más de una conversación con usted, teniendo en cuenta que este viaje dura más de nueve horas.
-Así que sólo buscará mi nombre en caso de que merezca la pena conocerme.
-Yo no lo diría así, por supuesto. Tengo la intención de agradarle. Pero, básicamente, ha dado usted en el clavo. Y se lo digo porque no parece molesto -finalizó Sibyl, sonriendo.
-Interesante -respondió el hombre, tras unos instantes buscando respuesta.
-En realidad no lo es. Supongo que es el pensamiento más lógico, pero la gente no se para a pensar en la utilidad de un nombre.
-¿Qué daño podría hacer que conociera mi nombre, o que yo supiera el suyo?
-¿Y qué beneficio?

El caballero bajó la cabeza, sin encontrar algo con que rebatir la opinión de aquella desconocida, que parecía tener una visión demasiado peculiar de la realidad, o quizá sólo de la sociedad.
Sibyl esperó unos minutos, y suspiró de fastidio al no encontrar ninguna respuesta. Otro más. Le costaba encontrar personas que quisieran simplemente conversar. Una conversación, sin más.
Sibyl cruzó los brazos y resopló varias veces, haciendo notar su disgusto.

martes, 17 de febrero de 2009

Cerca del final...

...donde todo empieza.

Busco algo que seguir, busco un ideal, busco un ritmo, busco música, busco algo que no sea juzgado, y algo nuevo. Sacar esas cosas que necesitan que las de el aire. Y todo esto no lo puedo hacer sola.
Así que voy a crear una heroína, para mí. Confiaré en que cuando precipite hacia el vacío mi cordura, aparezca, y deje que caiga hasta tocar fondo. La cordura es un lastre para mi concepto de imaginación, al menos, en estos tiempos. Si lo tienes que imaginar, si no existe, es que es un imposible. Cordura e imposibilidad se contradicen.
Mi heroína. Tendrá sólo lo que necesito, porque será mi heroína, y puede que nadie más piense que merece esa calificación, pero no importa. Mi heroína. No será sin mí, y comenzaré a ser sólo con ella.

Sibyl Vane. Inexistente, irreal, imposible. No me enamoraré de ella, sino de su forma de arte, de su locura. Y la Sibyl de mi historia no será abandonada por ello. No morirá, porque en mí esta decidir si ha vivido alguna vez.

Sibyl, mi heroína.