viernes, 13 de noviembre de 2009

Noche y calor.

-No eres de por aquí, ¿verdad? -el hombre habló en el idioma de Sibyl, por lo que ella consideró obvia la respuesta. A pesar de todo, rspondió.
-No. Llegué hace unos días a la ciudad.
-Ah... Me llamo Alfred. Dentro de media hora la plaza se llenará de gente que montará un pequeño mercado. No creo que te gustase visitarlo a esta hora, y desde luego a los mercaderes no les gustará tu presencia.
-No me voy a ir por eso. Suena interesante, pero muchas gracias.
-Oh, no hace falta que estés ahora. Vuelve en unas horas, cuando todo esté listo. Claro que puedes hacer lo que quieras, ni siquiera sé tu nombre. Pero es un buen consejo, yo lo tomaría. Ahora, me voy a trabajar. -El hombre hablaba a una velocidad de vertigo. Si de Sibyl hubiera dependido un análisis psiquiátrico, habría dictaminado que aquel señor padecía de hiperactividad y probablemente paranoia.
-Esto... Gracias.
-No, no las des. Lo hago por mí, para sentir que hago algo bueno. Nos vemos.

Aquella ciudad estaba llena de gente que adoraba a los desconocidos, pensó Sibyl. No quería, pero hizo caso al hombre de las canas y el paso ligero, y se fue de la plaza.

Paseó por la ciudad media noche, y cuando había perdido la capacidad de deducir cuánto tiempo la separaba del amanecer, encontró lo que andaba buscando.
Dos farolas discutiendo, en un silencio extraño. Dos farolas que la estaban esperando, porque ella había prometido un nombre. Les había prometido ser un recuerdo.
Se acercó lentamente. Sonreía. Si alguien hubiera estado allí para verla sonreír, se habría quedado horas. Incluso años. Si alguien que se asemejara en algo a Sibyl la hubiera visto sonreír se habría enamorado de ella en aquel momento. Del mismo modo que nos enamoramos de una noche estrellada, o de un recuerdo que estremece.
Brillaban con un tono azulado. Todas las demás farolas lo hacían con un color amarillento, pero éstas no. No era nada, se decía Sibyl, pero lo cierto era que tenían algo que la hacía sentir tranquila. Completamente en paz.
Se sentó en el suelo y apoyó la cabeza en una de ellas. Suspiró y se dio cuenta de que estaba realmente cansada. Cayeron en un instante sobre ella todas las horas que le faltaban por dormir, pero a pesar de eso, se resistió a volver al hotel. Sacó de su bolso un reloj que servía de despertador. Eran las cuatro de la madrugada, y puso la alarma a las cinco y media. Se abrochó la chaqueta y se tumbó en el suelo, acurrucada cerca de su farola. Durmió.
A las cinco y media de la mañana, abrió los ojos, y un minuto más tarde sonó su reloj. Ya, ya lo sé-pensó. Sibyl se incorporó lentamente.
Cuando estaba sentada, a medio camino de ponerse de pie, se dio cuenta de que una manta la cubría. No era suya. Reflexionó, por si acaso… No, no era suya aquella manta, y ella no se había cubierto con ella.
Sin saber por qué, la olió. Tenía un aroma dulce y hogareño. Frunció el ceño, a su pesar. Aún sin comprender, guardó la manta en su bolso y se puso de pie, camino del hotel. Echó un último vistazo a las farolas y sentenció: “Calor. Ahora sois Calor.”
Y lo fueron, al menos para ella, durante mucho tiempo. Calor, tranquilidad, eran un pequeño refugio. Eran algo parecido a un hogar. Lo más parecido que Sibyl tenía, y le gustaba. Aquel lugar no era sólo suyo, pensó. Y como respuesta, un hombre sonriente y con los ojos aún durmiendo apareció en la calle, con un bolso enorme lleno de cartas. Miró a Sibyl con curiosidad, saludó, y continuó su camino hacia Calor. Dobló la esquina que terminaba la calle y Sibyl le perdió de vista. Cuando no le quedó nada que hacer allí, emprendió de nuevo su camino hacia el hotel.
Cruzó las puertas y lo primero que vio fue un enorme armario en el recibidor del hotel. Echó un vistazo alrededor y encontró al recepcionista apoyado en el nuevo mueble, con las mejillas completamente rojas y los brazos colgando.
-Buenos días –saludó Sibyl. El hombre contestó con un leve movimiento de cabeza.- ¿Qué hace un armario aquí… tan temprano?- continuó ella. Esperó unos minutos y por fin halló respuesta.
-Lo han traído hace media hora, es para la habitación del primer piso, la grande. Una señora vive ahí desde hace dos años y se le antojó un armario más grande. Yo soy el encargado de llevarlo, y en lo que va de mañana sólo he conseguido alejarlo de la puerta.
-Vaya. –Sibyl suspiró. –Es lo más largo que le he oído decir.
-Eh… ¿Gracias?
-Oh, disculpe. ¿Quiere ayuda para mover el armario?
-No creo que entre los dos mejore mucho las situación, pero gracias señorita. Las llaves de su habitación están en la cajita del mostrador, si no le importa…
-Claro, yo las cogeré. Suerte.
-Sí… Gracias.